Lucía Draín
Sin embargo, produce escalofríos comprobar que, casi el único
mecanismo de unificación ha sido la guerra. La "grandeza" de cada nuevo
estado es proporcional a la intensidad destructiva de las guerras que lo
engendran. Podemos preguntarnos, si conseguimos evitar la sensación
de vértigo, cual será el alcance y horror de la guerra que genere
el estado mundial.
Ante estos temas, a cada uno de nosotros nos falta el aliento. Pequeños
individuos frente a una monstruosa evidencia histórica, más
bien antropológica. Los estados son hijos bastardos de la puta guerra.
La inmensa mayoría desvía la mirada ante el monstruo. No se
les puede culpar.
Las religiones, que han tenido las máximas oportunidades, no han
conseguido desactivar las guerras. La experiencia histórica las desautoriza
como inoperantes. Sólo dos movimientos ideológicos ofrecen
algo, el anarquismo y pacifismo. El resto se atreven a ignorar el problema.
El anarquismo, prácticamente sin base social, concentra el origen
de las guerras en la propia existencia del estado. Tal vez sea cierto. Pero
la existencia de estados fuertes es la única garantía de la
redistribución de riquezas frente a la acumulación masiva.
Otro gran problema pendiente.
El pacifismo, basa su fuerza en la renuncia de cada individuo a ejercer
la violencia, algunas veces con la ayuda de creencias religiosas, otras con
la simple convicción personal. Muy meritorio, pero insuficiente. Las
guerras las inician las élites, con tal virulencia, que incluso eliminan
a aquellos que se niegan a matar. La renuncia a la violencia del pacifista
puede exigirle su única propia vida. Demasiado para la mayoría
de nosotros. Sólo queda una pequeña salida, casi una utopía:
el control de las élites, el estado democrático. Sin duda,
la democracia es prerequisito para cualquier iniciativa que plantee el movimiento
pacifista.
La balbuceante predemocracia española, al igual que las autodenominadas democracias occidentales, sólo ofrece un raquítico control sobre la paz y la guerra. Constitución, art. 63.3: "Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz". ¿Es suficiente para ti? La actual situación no puede ser más inquietante para nuestra seguridad.
Hablemos del pacifismo actual. La ausencia de estructura organizativa y
el descarado sesgo de los medios de comunicación simplifican el pacifismo.
La mayoría de la población sólo puede visualizar una
única propuesta. Una polémica propuesta: el antimilitarismo
o la disolución del ejercito propio. No deseo argumentar ahora sobre
esa controversia de difícil implantación social e incluso intelectual.
Me gustaría, más bien, presentar el pacifismo como un abanico
de iniciativas. Se imponen varias reformas constitucionales de carácter
urgente. Realmente urgentes, pues sólo serán posibles en tiempo
de paz.
Debemos proclamar al resto del mundo, de forma explícita en nuestra
Constitución, la renuncia a cualquier acción ofensiva de nuestros
ejércitos. Nuestra política exterior tiene que exigir a las
sociedades vecinas un compromiso semejante: el rechazo al uso de la fuerza
fuera de sus fronteras.
No pequemos de ingenuidad. Es obvio que la región entre la ofensiva
y la defensa militar es tan difusa que las élites estatales presentan
como defensiva cualquier iniciativa militar. Controlando los medios de comunicación
logran que parte de la población enloquezca. Otros artificios son
nuestras supuestas obligaciones derivadas de tratados y asociaciones militares.
Una buena muestra del control real de las élites en la declaración
de guerras es la propia actualidad política española. La sociedad
puede juzgar si la integración en la OTAN ha sido una decisión
de soberanía popular o no.
Por ello, las reformas constitucionales no deben quedarse en una mera declaración
de principios. Cualquier declaración de guerra o actividad armada
pagada con nuestros impuestos debe ser refrendada por la sociedad mediante
referendum vinculante en un breve plazo. El mantenimiento de las hostilidades
debe ser revalidado periódicamente. La ausencia de esta autorización
explícita convertiría cualquier decisión política
en una decisión ilegal, sin medias verdades, sin propaganda posible.
Asumamos, como pueblo, el riesgo y la responsabilidad de equivocarnos. Más
allá del "despotismo ilustrado" que, hoy por hoy, gobierna este tema.
¿Utopía? Por supuesto. Estamos hablando del control de las élites estatales en la decisión más tremenda que una sociedad debe afrontar. Estamos hablando de la lucha de las sociedades libres por alcanzar la democracia absoluta. ¿Cómo no va a ser utópico? ¿Puedes imaginarte el respiro de alivio de las futuras generaciones el día en que las sociedades vecinas consiguieran el control sobre la declaración de guerra? http://www.demopunk.net/sp/ldrain